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Primero calcularé en qué año fue… en 1995, pudo haber sido, más o menos ocho años de edad. Cuarto de primaria, de eso estoy seguro. Yo.

Aunque no fue mi decisión, fui católico (aún lo soy, en las estadísticas). Me bautizaron cuando bebé y ya un poco crecido me mandaron, sí, me mandaron, a la catequesis para la primera comunión. Pero no voy a hablar de eso en realidad, sólo lo menciono para contextualizar un poco.

Me figuró crecer en un pueblo que no era el natal. No me quejo, sólo lo digo, me siento parte de ese pueblito porque allí crecí. De haber crecido en el otro me hubiese perdido la geografía montañosa, calles que suben, calles que bajan, y encontrarme con perros, gallinas, vacas y caballos, entre otros animales de campo, vagando sobre el pavimento y, más aún, que al final de las calles, estuviese el verde del pasto vivo, muy vivo, alimentado por el estiércol fresco de las vacas. Ahora, en tan  natural ambiente, un marrano iba a morir. ¿Me lo perdonarían sus congéneres o las vacas o los otros?

Es tradicional en las fiestas y ocasiones especiales que se haga lechona. La lechona es más especial que el arroz con pollo, supongo porque sale más cara. Para quien no sepa: una lechona es casi la estereotípica imagen de un cerdo tendido sobre una bandeja con una manzana en la boca, pero sin la manzana porque ésto no es costumbre en Colombia (puede ser, hasta el momento que aparezca en una telenovela, entonces todos lo harían). Va relleno de arroz preparado con la propia carne del cerdo, especias, aliños, y eso. El caso es que iba a hacer mi primera comunión al fin y  la comida para la fiesta iba a ser lechona.

— Vaya llame a Andrés para que vayan por el marrano — Me dijo mi papá, estábamos en la sala. Aunque el día estaba soleado, dentro de la casa estaba fresco. Andrés era uno de mis vecinos y amigo de juegos. A él le tocó salir a perseguir el perro que se nos robó la pelota una vez que jugábamos microfútbol en la calle; con él bajábamos (¿o robábamos?) los hilos de las cometas caídas, que quedaban suspendidos entre techo y techo y sobre las cuerdas primarias de la electricidad. A veces se las arreglaba para dejarme con sólo un pedacito de hilo y él se quedaba con la mayor parte. Uno de niño se enoja y minutos más tarde los amigos vuelven a ser amigos. Andrés también se estrelló contra un poste de luz cuando correteabamos jugando. Le dió con la cabeza, sonó como cuando se arroja un coco contra el piso. Él salió corriendo hacia su casa mientras gritaba «!Juemadre, me volví loco¡».

Al rato volvió con la cabeza adolorida y nos dijo a los niños que nos quedamos esperándolo que era que su mamá le había dicho una vez que uno se podría enloquecer con un golpe en la cabeza. Mencionaré que la casa de Andrés era la más grande de la cuadra y así mismo, la más fea y derroída.

Dadas todas estas aventuras infantiles, mi papá quizá pensaba que era él el preciso para acompañarme. Yo salí, no me acuerdo si corriendito o a paso rápido, a llamar a Andrés. Grité hacia la ventana del segundo piso de su casa para que saliera. Ya cuando bajó, regresamos a mi casa.

— Listo — le dije a mi papá para hacerle saber que estábamos preparados.

— Bueno — Dijo mi papá — ¿Se acuerda de la última casa a la que fuimos a averiguar el marrano? ¿allí arribita? — El hablaba de la «calle de encima», paralela a la nuestra.

— Ajá.

— Allá es, vayan y lo traen, pues.

— ¿Como así? — pregunté yo — ¿Es que usted no viene con nosotros?

— Vayan ustedes que ustedes pueden; a ver, pues.

Definitivamente mi papá no iría. Habló con ese tono cascarrabias e intransigente que se le sale a cada rato, tal vez fue algo fingido. Yo pensé que no estaba bien de parte suya mandarnos a nosotros, dos niñitos, a traer un marrano tan grande (porque mi fiesta de primera comunión iba a ser grande).

— Andrés, ¿usted sabe dónde es? — Pregunté. Yo siempre he tenido problemas para ubicarme; sabía en qué calle estaba la casa, pero no sabía cuál casa era exactamente. Además, la mayoría de las edificaciones de esa calle se parecían en estructura y colores: Dos pisos, de bahareque, puertas enormes, azules y verdes, claros y oscuros. Típicos colores pueblerinos.

— Sí, yo sé — Respondió él. Seguro que sí sabía, o por lo menos estaría más cerca que yo de saber, porque él se la pasaba más tiempo que yo fuera de la casa.

Salimos y me preocupaba el hecho de cómo traeríamos el marrano. ¿Deberíamos amarrarlo con un lazo y forzarle, tal vez luchar con él, para llevarlo a la casa? De veras me preocupaba, así fuese un trayecto de sólo una calle.

Subimos la cuesta y en la esquina volteamos a la izquierda. No lo recuerdo en este momento pero apuesto a que aquella vez, en en esa calle, en vez de caminar por el andén, caminamos por una franja de pasto que había entre éste y la carretera.

— ¿Dónde es? — Pregunté.

— Es aquí — Dijo Andrés, aparentemente no tan seguro. — Toque.

Tocamos la puerta (¿o sería que llamamos al timbre?). Por la ventana del segundo piso se asomó una persona.

— Venimos por el marrano — Dije yo apenas la vi. Yo tenía cierta certeza de que la persona allá arriba sabía quién era yo, de quién era hijo, y cuál de los de su cochera (1), era el marrano en cuestión. En un pueblo todos se conocen o se reconocen, más si se trata de una figura la cual tantos han pasado: un profesor como lo es mi papá, y, supongo, aún más cuando hay un negocio de por medio.

La casa de arriba era independiente de la planta baja. Para ahorrarse el trabajo de bajar para abrir la puerta, y esto es muy usual las casas de este tipo en el pueblo, había una cuerda atada al pestillo, que se mantenía fija a la pared por medio de una grapas plásticas. El otro extremo de la cuerda quedaba arriba, en el tope de las escaleras, de modo que sólo era cuestión de halarla desde allí para abrir la puerta. Efectivamente, así sucedió.

Empujé para abrir bien la puerta entreabierta, Andrés detrás mío. Miré hacia arriba: La subida oscura, las escaleras en cemento que por algún motivo reflejaban, como la baldosa, un poco de luz; y en el tope, el vendedor.

Pasamos a la sala, la cual daba con la entrada. Esperamos de pie, nadie nos invitó a sentarnos. Recreando el plano del sitio y poniéndome de espaldas a la entrada, de las cuadro paredes del lugar: la de detrás mío daba a la sala, la de mi izquierda lindaba con la casa vecina, la de la derecha sostenía las puertas de las alcobas y la cocina y la del frente, la entrada al patio. En realidad, era difícil llamar «pared» a la del frente por cuanto el umbral era de casi toda el área de la pared. Desde donde estábamos vimos al vendedor acercarse a las cocheras, ubicar el preciado marrano, remover las tablas que bloqueaban la entrada. Lo sacó a punta de empujoncitos y palabras cuasi-gritadas.

Vendedor y cerdo, se acercaron a nosotros.

Y de nuevo ¿Cómo lo íbamos a llevar?. ¿Le ataríamos una soga al cuello para usarla como rienda? No fue necesario.

El marrano, tan rosado, tan grande y tan gordo, apenas si tenía la capacidad de caminar a paso lento. Lo hicimos bajar por las escaleras de la misma forma en que el vendedor lo sacó de la cochera. Se resistió un poco, tal vez por el mismo miedo a la altura que afecta a algunos perros que no son capaces de bajar escaleras. Por suerte, en el descenso el animal no se resbaló ni se lastimó. Sus pesuñas no eran muy propicias para caminar en ese cemento tan liso. Cruzamos la puerta y salimos de nuevo, con nuestro marrano.

Instintivamente Andrés y yo identificamos que la clave era caminar detrás de él, controlando su rumbo y bloqueándolo cuando intentara desviarse. No podía correr, sólo caminar lentamente. De vez en cuando gruñía. Digo gruñía porque según los diccionarios, la «voz» del cerdo es un gruñir. Yo más bien diría que roncaba, sí, roncaba.

Doblamos a la derecha para bajar la pendiente. La gravedad ayudó para que el cerdo se moviera en línea recta pero tan pronto la inclinación se hizo menor, él no dudó en parar a hociquear sobre una pequeña alfombra de pasto al lado de la carretera. Le gritamos que se moviera, no quiso. Después de unos segundos Andrés tomó una ramita y le dió un par de azotes. Traté de detenerlo diciéndole que no era necesario, me daba pena por el pobre marrano. Hubo otro par de azotes y esos fueron todos. el animal reaccionó y retornó a la carretera, a dejarse llevar por la gravedad del último tramo de la bajada. En la esquina, volteamos a la izquierda y cruzamos la calle.

No me acuerdo si la puerta de mi casa estaba abierta o cerrada, si debimos tocar o entramos de inmediato. Mi siguiente recuerdo es el de mi papá Andrés, yo y el marrano, parados en la sala.

«Llévelo para el patio» Dijo mi papá. Eso hice.

Inevitablemente, el cerdo fue sacrificado, despresado, aliñado, cocinado, servido y alegremente saboreado. Aún me inunda la preocupación de cómo hacer llegar el cerdo hasta la casa, y la sorpresa de su disposición porcina para caminar con nosotros, porque en ese momento fuimos tres niños bajando la pendiente; hasta pudiera decir que a veces, él, que iba adelante, nos guiaba.

Si hubiese sabido su futuro tal vez no hubiera caminado con nosotros, tal vez hubiera luchado. Hubiese intentado embestirnos y entonces lo hubiésemos rodeado para derribarlo por el costado y amarrarlo con una cuerda. O, tal vez, siendo superior su fuerza, hubiera escapado a paso lento, no pudiendo hacer nosotros más que seguirlo y oírlo roncar.

Cochera: En Colombia, corral para cerdos.